Sin traducción, el mundo tal como lo conocemos no sería
posible. No habría intercambio de conocimientos y experiencias entre los
pueblos y culturas y la producción intelectual de las naciones sería
paupérrima. Sin traducción, nadie que no supiera arameo, hebreo o griego
antiguos tendría acceso a la
Biblia , sólo los angloparlantes podrían leer a Shakespeare y
la proyección internacional de Borges se reduciría al ámbito hispánico. Las
ciencias humanas, sociales y exactas, carentes de referentes externos, se desarrollarían
en un penoso aislamiento; serían impensables el comercio y las relaciones
políticas. La importancia de la traducción en el desarrollo y el funcionamiento
democrático de los países es tan obvia que, desgraciadamente, pasa inadvertida.
Así, pues, a pesar de ser una pieza fundamental del
entramado cultural de cualquier nación, el traductor de libros es una figura
apenas reconocida y, en numerosos países, Argentina entre ellos, notoriamente
desamparada por la ley. Su estrecha vinculación con la industria editorial lo
convierte en un tipo de autor muy particular, históricamente desprovisto de un
marco legal específico que regule su compleja realidad laboral. A esto se añade la laxitud de la legislación
argentina vigente en lo que hace a la protección de los derechos morales y
patrimoniales del autor.
Nuestra Ley de Propiedad Intelectual (Ley 11.723), una de
las más avanzadas del mundo en su momento, fue promulgada en 1933, hace ya 80
años, y se ha ido quedando obsoleta en letra y en espíritu. Hoy en día,
prácticamente todos los países latinoamericanos cuentan con una legislación de
Propiedad intelectual mucho más moderna y reciente que, por ejemplo, establece
un plazo máximo para la cesión de los derechos patrimoniales, mientras que la
ley argentina permite su cesión definitiva hasta que la obra pase a dominio
público (70 años después de la muerte del autor/traductor).
La situación actual de la traducción para editoriales en
Argentina permite que algunas editoriales encarguen traducciones a los traductores
sin mediar ningún tipo de contrato, o que, bajo el amparo de nuestra Ley, éstas
obliguen al autor/traductor, mediante verdaderos contratos de adhesión, a
renunciar a sus derechos de propiedad intelectual en beneficio del editor.
Consecuentemente, la obra puede ser explotada por tiempo indeterminado sin que
el traductor perciba ningún tipo de regalías más allá de los honorarios que
recibió inicialmente ni pueda beneficiarse, a la par que el editor, de nuevas
cesiones. Aunque en teoría la obra es suya, en la práctica jamás llegará a
disfrutar de los beneficios derivados de su explotación.
La realidad es que los traductores contamos con muy poco o
nulo poder de negociación ante las editoriales y la ley actual nos deja en un
lugar de suma desprotección. Dado que la
Ley 11.723 incluye una cantidad de actores y grupos que no
están relacionados con nuestra actividad, y que dicha ley contempla solo
algunos aspectos relacionados con la traducción para editoriales y de forma
inespecífica, consideramos que la creación de una ley especial para traductores
permitirá condiciones más sensatas y equitativas para ambas partes (traductores
y editoriales) y nos proporcionará una protección hasta el día de hoy
inexistente.
Proteger el desempeño profesional de los traductores de libros mediante
una ley que vele por la propiedad intelectual de éstos y por condiciones
laborales más equitativas y más claras contribuirá a impulsar el desarrollo
cultural, científico e intelectual de nuestro país, beneficiando a traductores,
escritores, científicos, así como a todo el sector de la industria editorial
nacional y a la cultura argentina en general.
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